miércoles, 4 de marzo de 2009

UN SUEÑO QUE NO ACABA…

Porque no puedo.

Hace dos años, en el 2007, cuando contaba 37, me encontraba en una encrucijada emocional. No me gustaba cómo marchaba todo… pero tampoco deseaba hacer nada por cambiarlo. Por costumbre, por comodidad. Soy dueño de mi vida, y lo digo sin arrogancias, puedo hacer, decir y amanecer donde quiera. No soy un tipo guapo, pero tengo la suerte de caer bien, de saber reír y escuchar, y las mujeres me creen sensible. La verdad tiene otras caras, pero dejemos eso por ahora. Hace cuatro años convivía con una mujer maravillosa con la que un día pensé que pasaría el resto de mi vida, con los pospuestos hijos al fin. ¡Qué feliz andaba mi familia!

Tres años atrás todo reventó. No me sentía contento. No era feliz. Ella, en mi vida, pesaba. Mi casa ya no era mi casa. Sentirme comprometido era un pensamiento hiriente, sofocante. A veces no podía respirar. Y se me notaba. Sé que sí porque lo veía en sus ojos. Un día me preguntó sí quería que termináramos, no supe responder. Tomando sus cosas ella se fue, dijo que no llegaríamos nunca a nada, que ya no era una niña y necesitaba resolver su vida. Y salió de mi casa. Me dejó. Y yo me sentí alegre. Feliz. Liberado. Me había salvado de esa. Pero no duró mucho, cómo la extrañaba, pero ella había decidido continuar sin mí.

No estaba yo bien. Repito, eran 37 años. Los cuarenta estaban a la vuelta de la esquina. Y cuarenta sonaba a terminante, tajante. Hablaba de pocos años más por delante. Hablaba de gente a la que quería que irían partiendo con el transcurrir del tiempo que quedaba (no sé, ya me veía con una pata en la tumba). Y eran 37 años, carajo, y muchas de las cosas que deseaba hacer, los sueños que quise cumplir, las metas que me tracé de muchacho… seguían inconclusas.

Tengo mi casa. Mis ahorros. Me divertí. Fui e hice, y fue grato. Mi vida es cómoda. Pero cuando contaba con trece, quince, dieciocho soñé con escribir un libro, con viajar a Venecia y acurrucarme en una góndola con una belleza italiana; con recorrer, folleto en manos, pueblitos como de postales, museos y palacios. Un día me juré que me llegaría hasta el Muro de los Lamentos, que recorrería esos caminos polvorientos oyendo sobre un Carpintero que, unos dos mil años más o menos antes, andaba por ahí hablando de cosas extrañas. Ya me veía frente al templo de la Ascensión, como un turista fiebrudo más. Yo quería una casa junto al mar, donde llevaría sol por las tardes, bajo los cocoteros, tomando cervezas frías y mirando a la nada, sin desear nada más.

No escribí el libro (bueno sí, pero de eso mejor ni hablar); no fui a Venecia, el Vaticano ni de lejos lo he visto y es posible que Israel desaparezca antes de que yo logre llegar. ¿Imaginan el momento? Los cuarenta por ahí, con más años pasados que por venir; sin mi libro, sin mis viajes… sin mis sueños cumplidos. Y solo, botado por imbécil. Y una noche, con un grupo de amigos, hombres y mujeres, con los que paso grandes y agradables momentos, entré a un cine. Iba a ver la película sobre unos vaqueros maricones que se enamoraban en lo alto de una montaña. Cómo reíamos pensando en lo que veríamos, en esas escenas que seguramente serían chocantes y que nos harían lanzar silbidos. A veces me he arrepentido de haberla conocido. Esas cintas deberían venir con advertencias, “sí es necio, no entre”.

No encontré sordidez ni ordinariez, ni vulgaridad ni comedia. Tan sólo malestar, rabia. Y mucho miedo. Es difícil decirles qué tanto. Me vi solitario, viejo, amargado por una vida de desencanto, en un trailer mirando por una ventana, a causa de mis actos. Esa película, Brokeback Mountain, pegó a muchos de maneras diversas. A mí me tocó la alarma. El susto. Odié en ese momento a Ennis del Mar, y por proyección me disgustaba Heath Ledger (qué en paz descanse), porque verlo tan arrepentido, tan falto de todo porque no supo, no quiso o no pudo luchar por eso, por lo que quería por aquello que le daría felicidad (la poca felicidad que sitió era cuando estaba con el otro), me llenaba de arrechera. ¿Cómo alguien puede ser tan idiota, tan cobarde, tan pusilánime? Pero ¿acaso yo mismo no soy así?

La tranquilidad, la comodidad, la costumbre de comer, dormir o vestir cuando se desea… es atractivo; son los mimos del egoísta, de aquel que no quiso o no supo ver más allá. ¿Pueden imaginar lo terrible que debe ser una vida solitaria, cuando no se desea una vida solitaria, cuando pesan los silencios, la llegada al hogar, el ir a una cama… sin que haya nadie más? Peor, cuando no está a quien se desea ver, oír, tocar. ¿Pueden siquiera entender el agobio de quien cae en una cama y allí siente que se muere, que se ahoga, que no quiere estar solo, que quiere a alguien, a quien sea en ese momento, que desea oír una voz, pero incapaz de saber cómo o qué hacer para remediarlo?

Hay tristezas que son terribles. Una de las peores es la que viene del reconocimiento de culpas, cuando te dices: la jodí, ahora estoy mal y no sé cómo carajo hacer para remediar este desastre. Y allí, atrapado en tu soledad, sabiéndola una cárcel terrible e implacable, te juras que mañana será distinto, que mañana derribaras los muros, que escaparas y llamaras al mundo a gritos para no estar solo; que recorrerás el camino de rostros que pasaron por tu vida buscando aquellos a los que quisiste, esperando encontrar alegría o afecto en sus miradas. Para no sentirte solo.

Bien, todo eso lo pensé en los días posteriores a la ida a ese cine. De mi obsesión, nació una manía: contar lo que sentí, describir ese hueco oscuro, grande y silente que hay en algunas vidas. Primero busqué a otros que también hubieran padecido la película, que la hubieran amado como yo (¡sé cómo suena!), y los encontré. Y entendí que El Secreto en la Montaña no fue el mismo para todos. Unos encontraron ternura, otros dolor, algunos romance, yo pesar. Pero me gusta. Ha pasado el tiempo, a veces mis amigos me preguntan: “¿todavía estas obsesionado con eso?”. Y tengo que decir que sí, que todavía no he expresado todo lo que quería. Que faltan cosas. Y mientras algo me llegue a la mente, que tenga que ver con aquello que sentí y padecí esas dos horribles semanas, tiempo de revelaciones (es como estar en cama con una terrible fiebre que te hace delirar con tu vida), escribiré sobre vainas que se relacionan con aquella montaña.

M, mi amiga, la dulce mujer que me regaló este espacio, la conocí así. A algo que escribí sobre Ennis del Mar y Jack Twist, respondió. Y yo juraba que era otra amiga de la hoguera, tal vez algo en su tono. Tuve que responderle, pero ella nada sabía de eso, pero ya no importaba, conocerla fue recompensa suficiente. ¿Pueden creer que por un momento creyó que era mía una fotografía de Jake Gyllenhaal en el espacio? ¡Cómo reí! (Ah, ya quisiera yo).

Bien, se dirán, “pasó por noches de insomnio, ¿qué hizo de su vida? ¿Cambió?”. ¡No! Resultó que, como dice una estrofa de nuestro himno nacional: el vil egoísmo que otra vez triunfó. Es que… escribir es más fácil que hacer. Desear cambiar el modo de ser, no ser el centro de la Creación sino entender que otros también pueden tener derecho a existir, es complicado. Y, por suerte, muchos temores, angustias y depresiones desaparecen, o nos parecen ridículas, a la luz del nuevo día. Hasta la siguiente noche de desvelos y de pesadillas.

JC

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