jueves, 30 de julio de 2009

RÓMULO BETANCOURT, EL PARQUE DE MI NIÑEZ

Hace tiempo, regresando al pueblo donde crecí, Guatire, en el estado Miranda, cerca de Caracas, pasé frente al llamado Centro Cívico, donde comparten espacio la iglesia, el edificio del Consejo Municipal (ahora llamado Alcaldía), y hasta hace poco la Prefectura. Cerca, del lado de atrás de la iglesia, estaba mi escuela primaria, la Elías Calixto Pompa. Frente al colegio, del lado de la iglesia, estaba el parquecito Rómulo Betancourt. Cuando lo conocí de niño, no se llamaba así, pero un día llevaron una fea estatua del gran guaireño, y desde ese momento todo otro nombre se olvidó. Era un lugar hermoso, o tal vez eso me lo parece en la memoria, con una cerca que llegaba a la cintura, que todos saltábamos para entrar. Era pequeño, había algunos subibajas, columpios, las dos ruedas y varios bancos. También habían toboganes no muy pronunciados y columpios tipo sillitas para niños, donde los zagaletones, que nunca han faltado sea la era que sea, nos montábamos cuando nadie miraba. Recuerdo que la grama siempre era verde, los bancos estaban pintado de rojo y amarillo, y era un lugar fresco por la sombra de las acacias, enormes, que tapaban medio cielo.

Todos salíamos corriendo de la escuela, en las tarde en mi caso, y nos peleábamos los columpios; cuando no alcanzábamos uno, había que conformarse con las ruedas. Recuerdo como reímos una tarde porque Ulises, de tantas vueltas que dio, vomitó de forma escandalosa. Desde ese día todos le echábamos broma con eso, y aunque al principio se molestaba, hasta llegar a pelear dos veces, y llorar otra (qué crueles podíamos ser), terminó aceptándolo. Son cosas que deben entenderse, la crueldad de unos y la aceptación por costumbre o cansancio de otros, aunque tal vez le molestara o doliera todavía. Como la muchacha, Milagros, a la que un día en una revisión le encontraron piojos, y desde ese momento se transformó en La Piojosa, mote que le duró toda la escuela. Volviendo la vista atrás, me parece terrible, pero así éramos todos.

Así recordaba yo el parque, por lo que me sorprendió al pasar por ahí el verlo agotado, viejo y feo. Los árboles habían sido podados, sabe Dios por qué razón, y la grama, donde no estaba seca y amarillenta, parecía matorrales. Las rejas habían aumentado en altura, decían que para mantener a salvo a los niños, ¿pueden imaginar un pensamiento más desolador? Pero ese trabajo pudo haberse ahorrado, ya no había niños en ese lugar. Tal vez a los muchachos ya no les divierte dar vueltas en una rueda, o mecerse en un columpio, gritando con ganas cuando este se elevaba más y más. Cuando pasé, a las ocho de la mañana, encontré gente durmiendo en los bancos, o tirados por allí. Gente con pintas de mendigos, de recogelatas, de… dementes. Apestaban de lejos, y olía a orina y otros desechos. El vomito presente no era de niños que jugaban, sino del producido por el aguardiente. Me contaron que de noche era un paso peligroso, que todo el mundo evitaba, allí, al lado de la iglesia, en pleno Centro Cívico. La estatua de Rómulo había sido retirada mucho antes, para ‘adornar’ la plaza central frente a la iglesia, hasta que fue retirada por la acomplejada y mediocre gente de la república de quinta.

Me embargó cierta depresión, porque viéndolo en ruinas, recordé todo lo que gritábamos, reíamos y jugábamos allí, todos esos buenos ratos pasados. De tarde nos sentábamos en los columpios y mirábamos a las muchachas del salón pasar y les gritábamos cosas desagradables, tonterías, porque eran ‘las niñas’ y nos divertía molestarlas, que nos miraran con rabia; y algo por dentro se nos llenaba de una cálida sensación de felicidad, de energía, cuando nos torcían los ojos, porque eran bonitas, y nos miraban, y gritaban algo como: cállate, Julio César, no seas necio. A la sombra de las acacias, sin columpiarnos, sombríos, incapaces de comprenderlo, oímos hablar del papá de Mendoza, que se emborrachaba de noche y llegaba gritándole a su mamá, y la golpeaba, y luego a él. Que lo hizo muchas, muchas veces. No podíamos entenderlo, sobretodo los que veníamos de hogares tranquilos, pero intuíamos que debía ser horrible ser él, o estar en su lugar.

Recuerdo la disputa entre dos grupos, porque se burlaban del muchacho que era hijo de la señora que coleteaba la escuela después de que todos nos íbamos, Ricardo, mi querido amigo Ricardo, y como él se fajaba a golpes con cualquiera que se metiera con ella. Allí, en tardes extrañas, excitantes, se hablaba de las revistas que nuestros padres ocultaban bajo los colchones de sus camas, y todos soñábamos con el día en que pudiéramos comprarlas nosotros. Se especulaba sobre quién podría estar haciendo ya esas cosas. Los primeros cigarrillos se fumaron allí, entre toses y poses tontas de gente que jugaba a ser grande. Allí hablamos de Johana, la muchacha más bonita del salón, la que siempre era novia de la escuela y la reina del carnaval todos los años, que era algo llorona y caprichosa. Y estaba su primo Jairo, quien la quería y la odiaba con la misma medida y todos lo notábamos menos ella, siempre molestando a la maestra para que hablara sobre las Eras Geológicas, para oír de los dinosaurios, un tema que le hacía brillar los ojos. Fue a él el primero al que oí hablar del monstruo del Lago Ness.

Esa tarde volví a pasar por el parquecito, y me pregunté ¿a dónde se fue todo el mundo? ¿Qué estarían haciendo todos ellos? En su momento, esa gente fue importante para mí, de hecho el final de un curso era doloroso porque todos temíamos no quedar juntos otra vez en la misma sección. Eran personas que me importaban, ¿dónde estaban ahora? Lógicamente, mientras se crece, mientras se vive, muchas personas llegan y se van, aún aquellas tan determinantes, pero uno no debería olvidar tan a fondo, ¿verdad? A la luz del atardecer, cuando volvía pasar, el espectáculo fue más deprimente, y me pregunté ¿por qué no hacía algo la Alcaldía? Y caí en cuenta que también yo era como todo el mundo, siempre esperando que otro, quien en teoría debería hacerlo, resolviera. ¿Por qué no lo hacía yo? ¿Por qué no hacía nada por mi parque? ¿Qué tanto trabajo podría ser? ¿Y sí buscaba a los otros? Sabía que muchos continuaban en Guatire, ¿y si los llamaba y hacíamos algo?

Sí, ¿por qué no? Reunirnos y reparar el pequeño parque del viejo Rómulo…

Julio César.

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