martes, 14 de abril de 2009

DE SEMANA SANTA Y OTRAS COSTUMBRES DE PUEBLOS

Cosas de fe, son cosas de querencias. De desear creer, de tradiciones. Criado en un pueblo pequeño, pronto supe de sus costumbres, en navidad, fin de año, fiestas patronales, carnavales y semana santa. Se la tomaban muy en serio en Guatire, pueblo mirandino cercano a Caracas. Contaría poco menos de seis años cuando atesoré el primer recuerdo de las conmemoraciones de la Semana Mayor. Bien temprano, con mis padres y los hermanos que ya tenía para ese momento, fuimos ese Domingo de Ramos al templo. Recuerdo que todo me parecía extraño; nosotros, tiras de horas de palmeras en manos, esperando en la plaza al pie de la iglesia, y de pronto la gente gritando y agitando las palmas mientras un señor mayor, el padre Mariano, a lomo de burro, se acercaba a la entrada, seguido de otro sacerdote, dos monaguillos y algunas monjitas. A él lo esperábamos y cantábamos alabanzas; tiempo después supe que así honrábamos la entrada de un hombre bueno, muchos siglos atrás, en la Ciudad Santa.

Guatire era, y es, fiel a las procesiones. Desde el Domingo de Ramos hasta el Viernes Santo, sus calles son recorridas por imágenes veneradas, seguidas de los fieles, velas en manos. El domingo es “Jesús en el huerto”, como representación de la entrada entre palmas; el lunes, “Jesús en la columna”, atado y azotado; el martes es “Jesús, humildad y paciencia”, cargando ya su corona de espinas; los miércoles es el Nazareno, cargando con su cruz y ayudado eternamente por el Sirineo, seguidos de una legión de personas vestidas de morado; los jueves es “Jesús crucificado”, el “Cristo”, la imagen más alta y dramática de todas; los viernes sale “el Santo Sepulcro”, con el Cristo muerto. Para los niños era una fiesta divertida, saltábamos entre los bancos de la plaza, nos arrojábamos de un muro alto detrás de la iglesia (hoy en día me asombra que lo hiciéramos, me parece tan alto), comíamos perros calientes, cotufas, raspados, algodón de azúcar, jugábamos a quemar a otros con la esperma caliente de la vela, y los más malévolos, quemaban cabellos ‘por accidente’. Los adultos iban silenciosos, solemnes, casi todos mirando la imagen. El recorrido siempre era, y es, igual; a la entrada misma de la iglesia, la banda de música entona himnos sacros. Recuerdo que me impresionaban especialmente los Miércoles, Jueves y Viernes Santos. Había solemnidad y majestad en ese rostro torturado coronado de espinas que padecía tal calvario. Aclaro que la verdadera fe no la aprendimos, al menos yo, en la iglesia. Uno aprendió a conocer y querer al Pescador en las viejas películas de cada semana santa. Confieso que me encantaban. Cada año, mientras vivimos todos juntos bajo el techo de mamá y papá, mirar esas cintas era parte de la tradición.

Bien, la imagen sale, en hombros (nunca con rueditas) por la puerta principal, hay que subir una pequeña rampa donde todos se apiñaban, y se detenía la imagen por primera vez al salir de ella, frente a las escaleras de un barrio llamado, sospecho que no coincidencialmente, El Calvario. En dos ocasiones especiales la procesión continúa hacía allí, el Miércoles y el Viernes Santos. Es difícil caminar entre esos escalones cargando con la imagen, los cargadores (no cobran por ello, son personas que pagan promesas) realizan un trabajo duro. Al bajarlo de El Calvario también lo detienen allí, al pie de esos escalones como hacen el resto de los días santos. Allí la gente acompaña la imagen, velan y muchos rezan. La banda entona un himno y vemos como elevan la imagen otra vez, y uno siempre contiene la respiración, pero los cargadores nunca nos fallan. Una vez en hombros, comienzan a bailarlo, de un lado a otro, al compás de la música. La procesión se tarda su tiempo. Hay una nueva parada pasada las cuatro esquinas de ‘arriba’, cerca de la prefectura del pueblo, y pasada la plaza que da a la iglesia, lo detienen frente a la capilla del reverenciado Nazareno, la imagine que sale los miércoles. Luego llegan a las cuatro esquinas de abajo y doblan hacía El Socorro, una panadería que ha estado en ese lugar desde tiempos de mi abuelo. Por esa estrecha calle la procesión, deteniéndose dos veces más, regresa a la plaza. Tan sólo hay una excepción, excluyendo como dije Miércoles y Viernes Santos. Es el Martes Santo.

Esta procesión de la imagen conocida como “Jesús coronado de espinas, humildad y paciencia”, muestra la representación de un Cristo en tapa rabo, con su corona, con muestras de latigazos, sentado con cara de tristeza, hace un viaje distinto. Sale por la calla trasera, bajando hacia El Socorro, siguiendo una ruta totalmente opuesta. De niño pregunté por qué y se me dio una explicación que erizó mi piel, porque era un niño y porque había justicia en su razón. Confieso que nunca he averiguado sí es cierto pero según resulta, un Martes Santos, mientras la imagen hacía su recorrido desde los pies de El Calvario hacia la capilla de el Nazareno, un ‘socio sostenedor del culto de la corona de espina’ (cada procesión es organizada y cada imagen decorada por un grupo de personas que le deben ‘favores y milagros’ a su representación de Jesús favorita. De hecho la cosa ya se vuelve más bien como una tradición, los padres llevan e inscriben a sus hijos en la sociedad); pues bien, ese socio, según la tradición, un médico buena gente de Guatire, que ayudaba a todo el mundo, fue atacado y asesinado por un desconocido. Alguien de quien nunca se supo el nombre. Por eso, al año siguiente, los socios decidieron que la imagen hiciera el recorrido al contrario, para que el Cristo ‘viera’ el rostro del asesino y supiera quién fue, y que este supiera que su crimen sí era conocido por alguien.

Pero de esa semana santa, de cuando era un niño muy niño, recuerdo mejor ese primer domingo de resurrección; durante la eucaristía (el momento más solemne de la misa), mientras las personas esperaban su turno para comulgar, una gente desde la parte trasera se decían algo unos a otros en voz baja. Era extraño porque en la iglesia no se habla, era lo primero que te enseñaban. Pero estas personas sí lo hacían. La gente escuchaba, sonreía y se inclinaba hacia los otros. La recuerdo todavía, una señora gordita, de cabello gris todo levantado como con laca, se me acercó para contarme a mí, el secreto. Yo no sé qué esperaba, tal vez algo extraño e insólito; fue algo como:

“El Señor ya no está en su tumba, ha resucitado; alabado sea el Señor”.

JC

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