miércoles, 26 de agosto de 2009

DE SOL A SOL

Esta expresión que habla del trabajo esforzado, continuo y agotador, es una que no creo que pueda aplicarse a mí. No soy una persona floja o perezosa, pero por la naturaleza misma de mi empleo, de todos los empleos que siempre he tenido, jamás he sudado sobre el arado, de sol a sol. Si, cumplo con mi parte, asisto, resuelvo lo que debo resolver y atiendo lo que debo atender, llenándome de rabias, frustraciones y stress… pero el ideal del trabajo duro, no se aplica a mí. Amigos y conocidos siempre dicen que tengo un trabajo raro, me imaginan sentado todo el día, entre aires acondicionados, tomando café, chismeando con medio departamento, o leyendo periódicos. No diré que algunos rasgos de esos no los hay, pero no todos tampoco.

Hace tiempo los padres de un amigo dejaron la ciudad y decidieron irse a vivir a una parcela en una zona campesina por decirlo así. Pero no era una campiña como la de Heidi, con una casita campirana, jardines, matas de mangos, con praderas llenas de flores junto a un río cantarino. Completada la bella imagen con abundantes aguas blancas en tuberías, alumbrado eléctrico y carreteras asfaltadas que derramaran la carga, y a la gente, en la puerta. No, se fueron a un lugar montañoso, con laderas y caídas, lleno hasta el topa de árboles enormes, matorrales horribles, sin agua, sin luz… y a una casucha con dos habitaciones, donde el cuarto de baño quedaba fuera. Yo me dije: se volvieron locos, no llegan a los sesenta y ya están seniles. Creo que mi amigo, Luís, pensó algo parecido. Cuando se mudaron, los viejos parecían contar con sus muchos hijos, y una que otra amistad, para que los ayudaran a salir adelante. Conozco a la doñita, no es de las que sienten penas o vergüenzas a la hora de poner a todos a trabajar.

Durante varios fines de semanas tuvimos que aplanar una cumbre hasta lograr un plano para levantar la casa real. Hubo que abrir con picos y pala una vereda, desde la carretera oficial hasta el plano, ya que no querían la vivienda cerca de la vía. Hubo que meterse entre matorrales, caídas y animales raros para tender cables eléctricos hasta la casita, robada, para alumbrarlo todo. Pero el trabajo que más recuerdo es… desmalezarlo todo a fuerza de machete y garabato, ese ingenioso bastoncito corto en cuellito para atrapar un manojo de montes y cortarlo de un machetazo. Era duro, agotador, comenzábamos antes de las ochos de la mañana, después de un buen desayuno, sudando a mares, tomando agua como locos antes de que trajeran un jugo dulce que nos reanimara. Nos deteníamos a almorzar al medio día, siempre mucho y sabroso, descansamos quince minutos y volvíamos a la brega. La doña era terrible.

El brazo dolía, el sol quemaba el cogote, cara, cuello y brazos. El sudor era abundante… y sin embargo, me gustaba. No sé cómo explicarlo, pero como a las tres de la tarde ya estábamos mamados de tanto darle, y yo me sentaba sobre ese monte caído, sin camisa, sin gorra, tomando agua, jadeando como un perro por la boca… y me sentía bien, con una sensación de calma y paz que no entendía. El cielo era azul, el sol calentaba pero no quemaba, debía ser por el sudor. Allí, en ese momento, me sentía satisfecho, contento de todo lo que había hecho, yo, con mis manos. Era bueno sentirlo, era grato trabajar así. Me embargaba una cálida sensación de logro, de utilidad. En mi trabajo se me ha felicitado muchas veces por la forma en que dirijo mi parte, y es grato oírlo, pero esto era muy distinto. Ver la sonrisa de la doña, o escuchar a Luís diciendo, “coño, rendiste bastante”, es algo que no puedo transmitir en todo su alcance.

Esa vida campestre no la quiero para mí, me gusta estar cerca de la pizzería, de los chinos, de los perros calientes y de los club de videos; pero me agrada ir a esa casa, y ¡qué casa es ahora!, y pasar buenos ratos. Me tratan a cuerpo de rey, claro que esa gente es experta en eso. Son muy amables. Ya he trabajado en la parcela de Luís, quien quiere una casa por allí también, y de su hermana, Isabel. Curiosamente, mientras mi familia cree que soy perezoso, ellos están convencidos de que trabajo como un burro. Muchas veces, uno de ellos me dice: “oye, tal día vamos a hacer esto o aquello”, y sé que los muy pasados esperan que vaya, porque cuentan con que rendiré o haré las cosas más fáciles. Y si no tengo otro compromiso, voy. Se trabaja duro, se come bien, se toman muchas cervezas frías, nunca faltan… y la compañía es inmejorable. Creo que todo se reduce a ver levantarse algo, una casa, un árbol, un sembradío. Y ver la gratitud, sincera y no solicitada, de los amigos.

JC

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